La
cultura es lo que más ha cambiado en este país en los últimos 30 años. En las
mejores expresiones del arte y también en algunas de las peores conductas colectivas. Por eso, urge seguir cambiando las políticas culturales, para que
nuestro pueblo sea consciente de lo que dice y lo que hace, pero también para
lograr mejores formas de convivencia en paz en todo el territorio nacional. Si a finales de 1983 alguien hubiese dicho que
en este país iba a pasar todo lo que pasó después, hubiese sido acusado, muy
probablemente, de ser un delirante.
De igual modo, pensar el golpe de Estado del 24
de marzo de 1976 como un acontecimiento lejano que ya no nos afecta, no deja de
ser un acto temerario. Y quizá por eso el aniversario del 10 de diciembre de
1983 que celebramos en este final de 2014 nos encuentra colmados de claroscuros
y algunas fuertes incertidumbres. Es perfectamente lógico, por lo tanto, que
esta sea una fecha símbolo de la recuperación democrática de la Argentina.
Lo cierto es que el tiempo ha transcurrido y a
37 años y medio del golpe y a 30 de la reconquista democrática, si todo parece
hoy tan lejos como a la vez cercano, es porque así son los sucesos que
conmueven a los pueblos, cuando son los pueblos los que protagonizan los
cambios y la vida de una nación empieza a ser, afortunadamente, un continuum y
no un destino.
Hoy queda poco, relativamente, de todo lo que
definía el presente de este país y del mundo hace tres décadas. Ya no existen
ni el avión supersónico Concorde ni la Unión Soviética; cayeron el Muro de
Berlín y el apartheid sudafricano, y pasaron por el poder mundial Ronald
Reagan, los dos Bush padre e hijo, Margaret Thatcher, Tony Blair y una cantidad
de líderes chinos de nombres para nosotros impronunciables, como aparentes
clones modernizantes del legendario Mao Zedong. Y en medio de todo eso, aquí en
casa, en nuestro país, y conviene decirlo, las mutaciones fueron en general
para bien y algunas fueron buenísimas.
Es posible que esta idea sea intolerable para
muchos argentinos típicos, básicos, y sobre todo para porteños quejosos. Pero
así son las cosas hoy, después de que por el poder pasaron Raúl Alfonsín,
Carlos Menem, Fernando de la Rúa y una caterva de efímeros presidentes, ninguno
elegido, hasta que llegaron Néstor Kirchner primero, y Cristina Fernández
después. Y es que todo pudo ser mejor, desde luego, pero la sociedad argentina
en democracia, sin que esto signifique negar todo lo malo que persiste, que aún
es mucho, protagonizó una serie impresionante de cambios, avances y afianzamientos
en materia cultural. Y este artículo intenta reflexionar por qué y cómo fue que
lo hizo, y sobre todo qué perspectivas ofrecen esos cambios culturales que
todavía veremos después de 30 años de democracia.
Las palabras y los
hechos
En primer lugar, hay que decir que como marca de
estas tres décadas quedó una palabra definitiva y símbolo de época:
“Desaparecidos”. Su significado no es sólo el de sintetizar la tragedia, sino
además simbolizar la lucha y el dolor pero en ningún caso la revancha. Virtud
ética fundamental que hoy debe ser vista como el más grande triunfo cultural de
esta nación. Porque el reclamo de justicia no contempló la injusticia como
nueva política de Estado, sino que dio y sigue dando a todos los genocidas las
garantías que ellos negaron a sus víctimas. Y de ese cambio cultural se
nutrieron los otros símbolos, igualmente poderosos: Memoria, Verdad, Justicia.
A 30 años del inicio de la gran mutación
nacional –eso es por lo menos dos generaciones– hoy se puede repetir el viejo
lugar común de que la democracia es, nomás, el más imperfecto de los sistemas
de gobierno. Pero también hay que decir que como hecho cultural, y en su
práctica imperfecta, la democracia también puede ser un hecho revolucionario.
Al menos si se mira hacia atrás y se recuerda que este país hace tres décadas
era una carnicería. Y que hace dos décadas el sistema político se pervirtió
hasta el punto de que nos dejaron en la vía, que es como se llama vulgarmente a
la cancelación del futuro.
Basta, como ejemplo, enumerar muy velozmente
todo lo que perdimos los argentinos en la década de 1990 gracias al discurso
globalizador del neoliberalismo que aplicó aquí el menemato. Perdimos: la
educación, la salud, la previsión social, la industria básica, la banca
nacional, los ferrocarriles, el petróleo, el manejo nacional de granos y de
carnes, la industria petroquímica, la minería, la riqueza marina, las tierras
fiscales, la electricidad, el gas, las aguas corrientes y los servicios sanitarios,
los teléfonos y las telecomunicaciones, el correo postal, las flotas marítima y
fluvial, la red caminera, las líneas aéreas, los puertos y aeropuertos, la
investigación científica y técnica... O sea: el patrimonio colectivo nacional
fue completamente saqueado. Y encima destruyeron el trabajo y la cultura del
esfuerzo, la producción y el crédito sano, así como corrompieron todas las
formas de organización y llevaron a nuestro pueblo al desánimo y al enfermizo
deseo de emigrar.
Basta una sola comparación: en 1974 la Argentina
tenía 22 millones de habitantes y sólo 1,8 millones de pobres (menos del 10%),
y el desempleo era de apenas el 2,5 por ciento.
En 2003 la Argentina tenía 37 millones de
habitantes y casi 22 millones de pobres (el 57,5%), de los cuales más de 10
millones eran indigentes, o sea menos que pobres. La tasa de desempleo estaba
entre las más altas del mundo: 21,5 por ciento.
En contraste, y según la CEPAL (Comisión
Económica para América Latina y el Caribe) en 2011 la pobreza era de sólo el
5,7% y la indigencia del 1,9%. Niveles que bajaron incluso al 5,4% y al 1,5% en
2012, pero que de todos modos significan que seguimos teniendo como mínimo tres
millones de seres humanos en situación de pobreza e indigencia gravísimas, lo
que configura un paisaje ominoso que basta tener ojos y vivir en las afueras de
cualquier ciudad para comprobarlo.
Como en la remanida cuestión del vaso medio
lleno o medio vacío, se puede pensar que es fantástico todo lo que se mejoró,
como también se puede pensar que todo sigue siendo un desastre y no hay
remedio. Ese es, de hecho, el juego necio que parecen practicar por un lado
algunos funcionarios y militantes K que piensan que todo está bien y entonces
“van por más”, mientras enfrente pululan políticos y periodistas dedicados a
lanzar fuegos artificiales pretendiendo que el incendio es irrefrenable. Vieja
manía de la (in)cultura argentina, particularmente de la clase media urbana y
proverbialmente porteña.
Por
Mempo Giardinelli
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