Escribir es
una actividad un poco triste si la miramos desde un ángulo social, de la
crítica, del reconocimiento por parte de una comunidad. Pero también es cierto
que cuando los que escriben (me incluyo en ese grupo) saborean mieles, es esa
misma sociedad que antes te condenó, que te juzgó lapidariamente, la que te
posiciona en un lugar preferencial.
Escribir es
ingrato y cuando digo esto me remito a los orígenes de toda escritura personal
¿Quién no ha sido tratado de “mariquita” en los años de escuela primaria cuando
algún compañerito nos descubría alguna frase o poema rústicamente elaborado en
las hojas de nuestro cuaderno de tareas? La secundaria, un poco más justa,
tenía a una legión más numerosa entre las filas del romanticismo, lo cual no
impedía algún rubor de aquél solitario compañero que escribía cartas o
discursos.
Admito que
entré al mundo de la las letras por varias razones pero por una en especial: la
humildad extrema de mi familia; y cuando digo humildad digo particularmente
pobreza. La televisión era un lujo lejano y pasajero soñado en casa de vecinos;
los libros con dibujos y juguetes eran escasos por lo caro; solo la radio
compañera alegraba nuestros días con su música y alegría. Ante este panorama,
no me quedaba otra que indagar en los cuatro grandes tomos de un diccionario
SOPENA que nos había comprado nuestro padre a mi hermana mayor y a mí cuando
promediábamos la escuela primaria; éstos, con sus mitologías y las famosas
“Tony” y “Nippur”, revistas que traía de casa de mis tíos cada vez que los
visitaba, eran el alimento a mi ávida fantasía adolescente. Así aprendí a leer
y a soñar con mundos maravillosos y lejanos. Y ya nunca más deje de leer.
Recuerdo las quejas de mi madre a causa de mi voluntario ostracismo en mi
pequeña (lo dudo mucho) y maravillosa pieza, mundo este donde lo leído se hacía
realidad por las noches y perplejidad durante el día. A esa edad y en ese
momento supe que debía escribir. Y escribir fue una manera de demostrarle al
mundo que yo era alguien, que mis carencias no me impedían lograr lo que me
proponía, que no era solo aquél muchacho retraído y tímido, sino alguien con
voz propia y muy personal. Y ya los libros fueron míos.
Creo que a
la mayoría de los que escribimos nos pasa o pasó algo similar, con sus matices
necesarios; alguna vez escuché la frase: “la pobreza estimula el talento” y
creo que algo de eso ocurre realmente. No sé si tendré talento (lo dudo mucho)o
algo por el estilo, pero lo que es seguro es que particularmente las
carencias infantiles y adolescentes me ayudaron a encaminar mi vocación y mis
gustos por sendas precisas y maravillosas; aprendí a leer con el corazón y no
solo con la vista, supe de una vez y para siempre que cuando uno descubre la
magia detrás de las palabras queda encandilado con ellas y ya no puede vivir
sin ellas; Aquellas “faltas”, aquellas “omisiones” productos de la pobreza,
fueron “pepitas” embarradas que el tiempo limpió.
Escribir
escribimos todos en algún momento de nuestra vida, aun aquellos que se
consideran analfabetos y tienen alguna frase o pensamiento feliz, y el azar o
el destino les adjudique un escriba que inmortalice esos pensamientos. Jesús
mismo, según los evangelios, solo escribió una vez y sobre el polvo de un
camino, sin embargo su pensamiento es más actual que nunca. Pero volviendo a la
idea anterior, a la de escribir, diré que cuando decidimos escribir y de
verdad, debemos poner allí el alma, el corazón, sacar tanto lo bello como lo
oscuro de nuestro interior, y blindados con una formación teórica que nos
permita conocer el terreno.
Por lo
tanto y volviendo al título de este pensamiento ¿Por qué escribimos los que
escribimos? Porque sin ello seriamos incompleto, porque cuando elegimos un
destino debe ser de una vez y para siempre, con una certeza dicha a mansalva,
con pasión. Porque al elegir las letras, la lectura, la escritura, estamos
eligiendo formarnos en la libertad, independientes de todo pensamiento
asfixiante y castrador. La escritura nos abre puertas, porque para escribir
bien primero hay que aprender a leer bien: “No llegue a ser quien soy por lo
que escribí sino por lo que leí” decía el gran “Georgi”. Leer implica un
compromiso moral con uno mismo y ese contrato interno tiene su eco en nuestra
escritura. Escribir, por lo tanto, no es solo llevar palabras al papel, es
poner nuestros sentimientos, nuestras ideologías, nuestras pasiones y deseos en
juego, es decirle a la sociedad sin miedo ni rubor que este soy yo y esto es lo
que pienso. Llegará el día (se los prometo) en que la lectura sea agua y la
escritura sea aire.
Fabián Mancilla
(Profesor y escritor)
(Profesor y escritor)
Buen texto del amigo Fabián A pesar que ya lo conozco por haberlo leido en "Revista Vestigios", me volví a deleitar con su lectura. Felicidades, Fabián!!
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