Jueves Culturales: Antonio

Antonio Gervasio Acosta abrió el herrumbrado portón de chapa y, esquivando unos charcos que dejó el chaparrón de la tarde, entró a su casa. Sabía que estaba solo. Se quitó la gorra azul desteñida por el sol, refrescó su cara con agua en la cocina y se sentó en la pequeña mesa del comedor. El día de trabajo había terminado y se sentía como si, recién, le pesaran sus 71 años.
Antonio era encargado del depósito de un corralón, trabajo que no era complicado, además era una buena ayuda, porque vivir solamente con su miserable pensión era imposible. Siempre le agradecía a Cosme, su amigo por más de cuarenta años, por haberle conseguido esa “changuita”.
Aflojó los cordones de los gastados borceguíes, encendió su pequeña radio y se le perdió la mirada, quién sabe dónde.
Francisca…
“…si tú me comprendes, me quieras un día, iremos felices, jurar frente a Dios.” Sonaban los Hermanos Barrios a dúo con un par de chicharras desde el lapacho.
Sobre la mesa, un entallado mantel de hule, la humedad, el olor a viejo, un cenicero marrón de humo y el florero con tres flores de plástico descolorido. Si habrá renegado por el florero! … “¡no te das cuenta que molesta!”… “¡algún día lo voy a revolear a la mierda!”. Hoy era el día. Lo tomó con indiferencia, lo envolvió en un diario y lo tiró a la basura.
Como si fuese una ceremonia, preparó el mate y encendió un cigarrillo. Dejó la pava sobre una rejilla en la mesa y se dirigió al dormitorio a buscar la valija de cartón grueso que descansaba sobre el ropero. Hacía años que no la abría. Poniéndose en puntillas, la tomó y la trajo al comedor. Limpió con las manos la pelusa y el polvillo, hizo una pausa como si fuera a arrepentirse y la abrió. Antes de tocar nada, como se avecinaba la noche, encendió la luz, quería ver bien, no perderse ningún detalle. A medida que miraba el contenido, era como si la historia le jugara una mala pasada, eran muchos recuerdos, no sabía por dónde empezar. El pañuelito blanco bordado con letras rojas “Francisca” que ella le había regalado una tarde cuando él era cartero, algo amarillento ahora pero almidonado y doblado prolijamente en cuatro. A su lado el librito con tapas nacaradas de cuando Estelita tomó la primera comunión. Un certificado que le había entregado el Correo Argentino en 1964 por asistencia perfecta y por empleado ejemplar dentro de una bolsa de celofán, junto a un billete de cinco mil pesos moneda nacional y otro de mil. El título de propiedad de su humilde casa en una carpeta marrón con broches oxidados. La muñequita de trapo de Estelita, con cabello de lana negra, sucia y algo descosida, con la que jugaba y dormía de niña. Y fotos, muchas fotos. Se aferró a algunas y se le empañaron los ojos.
Tomó unos mates tibios y cinco minutos después guardó todo otra vez. Cambió el gesto triste por uno frío, decidido. Abrió el modular y de la caja de una licuadora sacó una petaca de coñac que tenía escondida desde hace unos días para evitar problemas, la guardó en el bolsillo del pantalón, tomó su radio y salió de la casa.
Le quitó, al asiento de la bicicleta, la bolsa de plástico que le había puesto para que no se moje, y, con la parsimonia de siempre, salió y cerró el portón. Estaba oscureciendo. Con ritmo lento pero firme se perdió en las calles del barrio entre la humedad, las chicharras y las luces de las columnas de alumbrado que, como luciérnagas, lentamente iban aumentando su intensidad.
Media hora después llegaba al puente, a la par de un enjambre de luces y bocinas comenzó a ascender, estaba agotado. Hizo los cien primeros metros y decidió caminar con la bicicleta de su mano. La brisa del río le abrió el pecho y le refrescó el cansancio. Llegó casi al tramo más alto y luego de pasar una columna decidió que ahí era el lugar. Apoyó la bicicleta en la baranda y se quedó mirando el río. Pasó del otro lado, donde solo quedaban setenta centímetros formados por las dos vigas y luego el abismo. Nadie lo vio, creo. Parado sobre una de las vigas, vio la inmensidad a sus pies, que le temblaban. No se animó, creyó ver la imagen de Estelita pidiéndole que no lo haga. No es el momento, quizás pensó. Se sentó con los pies colgando, sacó la botella de coñac, encendió un cigarrillo y prendió la radio. Tras varios chamamés y sorbos de caliente alcohol, entró como en un sopor, un sueño a medias.
Comenzaron como flashes las imágenes del pasado. La tarde que conoció a Francisca, cuando llevó una carta y salió a atenderlo una joven de piel blanca, casi pálida, de unos profundos ojos negros como su pelo. Le costó hablar, quedó obnubilado por su belleza, ella tímida y nerviosa, recibió el sobre y con un “gracias” lo despidió. La única vez que fueron a Buenos Aires, cuando llevaron a Estelita al Italpark. Qué emoción y qué susto a la vez, la montaña rusa, esos vertiginosos ascensos y luego la caída libre al vacío y las curvas y el griterío de la gente y las risas nerviosas. Luego se le hizo presente el terrible impacto de esa camioneta descontrolada en el semáforo de la avenida, no pudo verla, solo sintió un zumbido y luego el golpe por la espalda que lo arrojó sobre la vereda. Un dolor atroz y luego el murmullo de la gente que se agolpaba y pedía auxilio.
Francisca y destellos plateados.
Una luz cegadora como la de un auto y los sonidos que se van callando de a poco. La noche, un sueño profundo.
El alba y el canto lejano de los pájaros, la brisa del río, las primeras bocinas y una voz que grita desde una canoa, “¡acá está!”. Y a ese río que se niega a entregarlo, ahogado de chamamé, le brotan lágrimas de sauce y frutos de ñangapiry.

Autor: Hernando "Nani" Avila - Las Breñas

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