Debe haber tenido siete u ocho años cuando lo vi por primera vez a Walter. Estaba en la puerta del supermercado pidiendo monedas y ayudando a la gente que salía cargada de bolsas. Su carta de presentación eran sus ojos grandes, su sonrisa a flor de piel que dejaban ver unos nuevos dientes, grandes y blancos. Solo bastaba que lo miraras para que encendiera un gesto de ternura.
Pantalones cortos desgastados, las rodillas llenas de tierra de jugar a la bolita, unas zapatillas tres números más grande, una remera descolorida de un partido político y unos pelos rebeldes pero mojados y peinados a la fuerza. Recuerdo que tenía una gomera colgada al cuello y que andaba todo el tiempo buscando cascotitos con forma de proyectiles, los que guardaba en el bolsillo del pantalón.
Días después, una mañana – al rato de abrir mi local – unas manitos que golpearon, pedían que lo atiendan. Era él.
Pantalones cortos desgastados, las rodillas llenas de tierra de jugar a la bolita, unas zapatillas tres números más grande, una remera descolorida de un partido político y unos pelos rebeldes pero mojados y peinados a la fuerza. Recuerdo que tenía una gomera colgada al cuello y que andaba todo el tiempo buscando cascotitos con forma de proyectiles, los que guardaba en el bolsillo del pantalón.
Días después, una mañana – al rato de abrir mi local – unas manitos que golpearon, pedían que lo atiendan. Era él.
“Señor, le barro la vereda! Sí, eh?”
Eludiendo una respuesta le pregunté quién era, cómo se llamaba. Me contó que se llamaba Walter, que vivía en la calle, que de vez en cuando iba a la escuela, pero que no le gustaba.
A medida que charlábamos su rostro iba perdiendo esa ternura y la seriedad lo invadía de a poco. Ya no me miraba a los ojos. Miraba fijamente cómo jugaba su pie, y su voz por momentos era difícil de escuchar.
No tenía padre y su madre lo había abandonado. Vivía con su abuela y unos hermanos. Vivir es un decir, iba a dormir y a comer algunos días, cuando estaba cerca o cuando no conseguía nada para comer.
Seguía insistiendo con barrer la vereda. Le ofrecí unos pesos pero no aceptó, él quería cobrar solamente si hacía algún trabajo. Accedí, porque me pareció que no le interesaba mi propuesta. Tan pequeño y tan grande su hombría.
Le pregunté por la escuela y me dijo que iba a la 374, pero cuando quería, que no pensaba seguir. Contaba que peleaba casi siempre porque lo ofendían y se burlaban de su humildad. Le dije que era muy importante que siga la escuela, que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera. Parecía no interesarle demasiado lo que le proponía, supongo que estaba acostumbrado a las mentiras.
En cierta ocasión me encontré con quien – el me había dicho – era su maestra y ella confirmó todo lo que él me había relatado. Ella creía que Walter no concurría a la escuela por no tener zapatillas ni ropa adecuada. Tampoco tenía tutor, porque nadie se presentaba cuando había reunión de padres. Le prometí que iba a hacer el compromiso de apoyarlo y ayudarlo para que siga la escuela. Si bien ella no entendía por qué lo hacía, no lo preguntó. Menos mal, creo que ni yo tenía respuesta.
Nos veíamos regularmente, en cualquier lugar y siempre el tema recurrente era la escuela, de cómo andaba, si faltaba o no y si necesitaba algo; además lo amenazaba con que era conocido de la maestra y cualquier inconveniente que hubiera, me iba a enterar. El abría sus ojos grandes y me sonreía con cara de pícaro.
Como en esa época yo vivía a dos cuadras de la 374, era habitual que cuando Walter salía pasara por casa. Compartía la merienda con Fernanda y Mariana, que eran un poco más chicas que el. Al principio con un poco de vergüenza, casi no hablaba, luego había que frenarlo. Está claro que en la calle no tenía ningún tipo de límite, pero siempre se mostraba muy maduro para su edad.
De verlo casi todos los días, pasábamos a semanas completas sin tener noticias de él. Al principio me llenaba de dudas y temores que le haya pasado algo. Luego me contaba que solía irse a Corzuela, donde tenía una tía o a Charata, donde vivía su madre, la que tenía una nueva pareja y mucho no le importaba de su vida. Solía viajar solo, con algún conocido que lo llevara o iba hasta la Shell y le pedía a algún camionero que lo lleve.
Así era su vida, nómade, libre, sin pedir permiso ni aprobación de nadie. Si a veces me reclamaba que no lo veía, no le gustaba que estemos muy pendientes de él. Yo seguí por un buen tiempo controlando que no abandone la escuela y comprándole lo que necesitaba. Era evidente que él necesitaba un pequeño impulso para continuar. Era una especie de hijo postizo para mi esposa y para mí. Y digo postizo no de una manera despreciable, todo lo contrario, estuvimos cerca de él, lo ayudamos cuanto pudimos, siempre de corazón, pero Walter era libre y en su libertad nadie influía. Lo aceptábamos así, aunque a veces costaba.
Con el pasar de los años los encuentros eran cada vez más espaciados, pero no por eso menos emotivos. Nos alegrábamos de encontrarnos y contarnos cómo andábamos. Pero cada vez más espaciados.
Perdimos el rastro de él. No lo vimos más ni tuvimos noticias. Una vez pasé por donde vivía su abuela y me dijeron que ya no vivía más allí.
Ayer mientras trabajaba, escucho que estaciona una moto y alguien que entra. Era Walter. Fue una sensación rara, de sorpresa e incredulidad. No dijo nada, me miró con sus ojos grandes y afloró su sonrisa brillante de siempre. Nos dimos un abrazo interminable. Hoy tiene veintitrés años, es todo un hombre. Tiene trabajo fijo en una metalúrgica y el año que viene termina la secundaria para adultos. Me colmó de alegría saber que no bajó los brazos, que no haya quedado en el camino como tantos otros chicos de la calle.
“Pasé para saludarte y para darte las gracias por lo que hicieron por mí. Nunca te lo dije, no?”
No hizo falta. Solo fue un empujoncito, ese que tantos necesitan para impulsarse a la vida. Estoy seguro, porque lo conozco, que igual lo hubiera logrado.
Sigue igual, no acepta propinas ni dádivas, se gana su dinero con su esfuerzo y esa es una de sus mejores virtudes.
Eludiendo una respuesta le pregunté quién era, cómo se llamaba. Me contó que se llamaba Walter, que vivía en la calle, que de vez en cuando iba a la escuela, pero que no le gustaba.
A medida que charlábamos su rostro iba perdiendo esa ternura y la seriedad lo invadía de a poco. Ya no me miraba a los ojos. Miraba fijamente cómo jugaba su pie, y su voz por momentos era difícil de escuchar.
No tenía padre y su madre lo había abandonado. Vivía con su abuela y unos hermanos. Vivir es un decir, iba a dormir y a comer algunos días, cuando estaba cerca o cuando no conseguía nada para comer.
Seguía insistiendo con barrer la vereda. Le ofrecí unos pesos pero no aceptó, él quería cobrar solamente si hacía algún trabajo. Accedí, porque me pareció que no le interesaba mi propuesta. Tan pequeño y tan grande su hombría.
Le pregunté por la escuela y me dijo que iba a la 374, pero cuando quería, que no pensaba seguir. Contaba que peleaba casi siempre porque lo ofendían y se burlaban de su humildad. Le dije que era muy importante que siga la escuela, que lo iba a ayudar en todo lo que pudiera. Parecía no interesarle demasiado lo que le proponía, supongo que estaba acostumbrado a las mentiras.
En cierta ocasión me encontré con quien – el me había dicho – era su maestra y ella confirmó todo lo que él me había relatado. Ella creía que Walter no concurría a la escuela por no tener zapatillas ni ropa adecuada. Tampoco tenía tutor, porque nadie se presentaba cuando había reunión de padres. Le prometí que iba a hacer el compromiso de apoyarlo y ayudarlo para que siga la escuela. Si bien ella no entendía por qué lo hacía, no lo preguntó. Menos mal, creo que ni yo tenía respuesta.
Nos veíamos regularmente, en cualquier lugar y siempre el tema recurrente era la escuela, de cómo andaba, si faltaba o no y si necesitaba algo; además lo amenazaba con que era conocido de la maestra y cualquier inconveniente que hubiera, me iba a enterar. El abría sus ojos grandes y me sonreía con cara de pícaro.
Como en esa época yo vivía a dos cuadras de la 374, era habitual que cuando Walter salía pasara por casa. Compartía la merienda con Fernanda y Mariana, que eran un poco más chicas que el. Al principio con un poco de vergüenza, casi no hablaba, luego había que frenarlo. Está claro que en la calle no tenía ningún tipo de límite, pero siempre se mostraba muy maduro para su edad.
De verlo casi todos los días, pasábamos a semanas completas sin tener noticias de él. Al principio me llenaba de dudas y temores que le haya pasado algo. Luego me contaba que solía irse a Corzuela, donde tenía una tía o a Charata, donde vivía su madre, la que tenía una nueva pareja y mucho no le importaba de su vida. Solía viajar solo, con algún conocido que lo llevara o iba hasta la Shell y le pedía a algún camionero que lo lleve.
Así era su vida, nómade, libre, sin pedir permiso ni aprobación de nadie. Si a veces me reclamaba que no lo veía, no le gustaba que estemos muy pendientes de él. Yo seguí por un buen tiempo controlando que no abandone la escuela y comprándole lo que necesitaba. Era evidente que él necesitaba un pequeño impulso para continuar. Era una especie de hijo postizo para mi esposa y para mí. Y digo postizo no de una manera despreciable, todo lo contrario, estuvimos cerca de él, lo ayudamos cuanto pudimos, siempre de corazón, pero Walter era libre y en su libertad nadie influía. Lo aceptábamos así, aunque a veces costaba.
Con el pasar de los años los encuentros eran cada vez más espaciados, pero no por eso menos emotivos. Nos alegrábamos de encontrarnos y contarnos cómo andábamos. Pero cada vez más espaciados.
Perdimos el rastro de él. No lo vimos más ni tuvimos noticias. Una vez pasé por donde vivía su abuela y me dijeron que ya no vivía más allí.
Ayer mientras trabajaba, escucho que estaciona una moto y alguien que entra. Era Walter. Fue una sensación rara, de sorpresa e incredulidad. No dijo nada, me miró con sus ojos grandes y afloró su sonrisa brillante de siempre. Nos dimos un abrazo interminable. Hoy tiene veintitrés años, es todo un hombre. Tiene trabajo fijo en una metalúrgica y el año que viene termina la secundaria para adultos. Me colmó de alegría saber que no bajó los brazos, que no haya quedado en el camino como tantos otros chicos de la calle.
“Pasé para saludarte y para darte las gracias por lo que hicieron por mí. Nunca te lo dije, no?”
No hizo falta. Solo fue un empujoncito, ese que tantos necesitan para impulsarse a la vida. Estoy seguro, porque lo conozco, que igual lo hubiera logrado.
Sigue igual, no acepta propinas ni dádivas, se gana su dinero con su esfuerzo y esa es una de sus mejores virtudes.
Autor: Hernando Nelson Avila "Nani"
Escritor radicado en la ciudad de Las Breñas
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