A MI ETERNO AMIGO, AL MEJOR... “AMIGO"…

Amigo, pequeña dosis de inmortalidad, extensión de nuestros sueños y esperanzas. Amigo, espejo opaco y refulgente de nuestras miserias y victorias, píldora energizante de sueños y deseos, quijote insistente que arremete contra monótonos molinos vitales. Amigo, búsqueda desesperada, devorador de tiempo, calcinador de tristezas, báculo firme en la aciaga noche irrepetible…Amigo, ser indescifrable y simple, presencia invisible en la lejanía, intemporal y omnipresente, líquido fresco en mi íntimo Sahara… amigo.



Regalaste travesuras y belleza por doquier, altivo y constante: nada te hacia retroceder, ni la figura intimidante de la esquina. Redujiste mi cariño a un esbozo quijotesco, tu humildad y tu abnegación me llenaban de vergüenza. Llevabas en tu mochila un don indescifrable, vedado a almas egoístas y vanidosas, y solo accesible a los claros poetas de los ojos. Las palabras mediocres y encasilladoras atentaban contra tu orgullo: “es uno más del montón…”, pero no te resignabas. Cincelaste tu pequeña figura a golpes de amistad, pureza y fidelidad. Entablabas batallas eternas a las moscas al igual que a la comida fría; Tus días oscilaban entre largos silencios y algarabías extasiantes; compartimos ese amor incondicional por las motocicletas y los silencios. ¿Quién puede ignorar que después del paso ultimo y vital, las presencias queridas nos acompañan persistentemente como una vieja herida o un resfrío mal curado? ¿Quién puede asegurar que cuando el cuerpo es silencio y alguien ha cerrado sus ojos, comienza el verdadero juego?
Solías frecuentar, con paso aparentemente perdido, mi itinerario cotidiano, persiguiendo mi olor, buscando quizá, pescarme “in fraganti” para reclamar, con esa mirada impiadosa, mí atrevida ausencia. Por las tardes solías sentarte en la vereda y perder la vista en un poniente imaginario, en un recuerdo añejo, dulce taladro del corazón, y seguidamente levantar la cabeza para robarle aromas extraviados a alguna flor tempranera, al cercano aire crepuscular. Tu fidelidad, un canto inimitable. Ninguna buena comida, ninguna de las más tiernas caricias proferida, lograron doblegar ese inclaudicable amor que me profesabas. Fuiste fiel hasta el último momento. Sabias admirar lo bello y lo eterno, reconocías a una buena persona entre la mediocridad de la sociedad. Tu opinión, certera; tu conducta, incorruptible. Tus gestos y miradas volvían innecesarias las palabras: los diálogos se confundían entre suspiros y omisiones. Tenías el don de hablar con tu devastadora mirada silenciosa.
¿Cómo puede alguien ser viento, ser aire, cuando su vida entera ha sido el recuerdo de tantas primaveras, de tantos otoños y de tantas flores? La amistad puede hacer añicos barreras generacionales, diferencias racionales, credos e ideologías; como por arte de magia puede convertir en polvo al tiempo y al respeto, y así de repente y en un segundo, volvernos inmortales.
¿Acaso existe alguien que nos niegue la posibilidad de amar a través del recuerdo? Un soplo, una lagrima, una voz, pueden señalarnos el camino que transitan los verdugos del olvido.
Hidalgo contra la tristeza, cabalgaste por mi vida cual soldado espartano batiéndose ante las hordas de la indiferencia y del olvido; domaste pacientemente a los potros desbocados de mi zurda y los caprichos de este fárrago viviente.
Bombero formidable y pequeño. Apagaste pacientemente, los infinitos incendios de mi alma. Aprendimos a querernos y a necesitarnos.
Pero el tiempo, ese fiel cancerbero de los ciclos, te venía “junando”. Tu persistencia y tu coraje, admirables. Quince primaveras, una fugacidad vital, un tiempo breve para un ser cargado de virtudes y caricias. Tu vieja melena se quedo sin viento y tu garganta se quedó sin voz. La inmortalidad te hizo suya, y te vi marchar cansinamente, volviéndote de a ratos, por esa senda única y necesaria, regándola con jazmines y amapolas…
Sé que estás cerca, aquí y ahora. Tu imagen flota como una flor recién abierta en el lago de mi alma. Una vida de dedicación no transa con el olvido ni con la indiferencia. Entre estos fárragos de libros y palabras que no compensan tu ausencia, ladridos acarician mis oídos, susurran silabas tenues y gratificantes: “…merci mon ami, mon petit ami”.


Fabián Mansilla, 12 septiembre de 2009


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